Mostrando entradas con la etiqueta nostalgia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta nostalgia. Mostrar todas las entradas

"Estoy en el cielo..."

Los jueves son siempre los días más duros para mí, así que hoy me he propuesto empezar bien. ¿Y cómo lo hacen en las películas para animar la cosa? O se echan un trago al pecho o se ponen a cantar.

Total, que buscando alguna cancioncilla graciosa por ahí me he topado con un vídeo que llevaba buscando qué se yo cuánto tiempo. Año 1997, ceremonia de entrega de los Premios de la Academia, también llamados Oscars. Sale Martin Scorsese y anuncia el galardón honorífico a Stanley Donen, director de maravillas como Un día en Nueva York (1949), Cantando bajo la lluvia (1952), Siempre hace buen tiempo (1954), Una cara con ángel (1957), Charada (1963), Dos en la carretera (1967) o Lío en Río (1984).

El caso es que el buen hombre sale ante el público, con esa cara de bonachón incorruptible, y agradece el premio de la única manera posible...

¡Memorable! En mi humilde opinión, el mejor momento de las ceremonias de los Oscars de los últimos... treinta años o así (desde que salió aquel tipo desnudo corriendo tras la flemática figura de David Niven).

El vídeo que os dejo comienza con una introducción de Scorsese. Para los que no tengáis mucho interés en ella, pasaros al minuto 1:35. A partir de entonces, sucede lo que sigue (lo transcribo para los que hablan el inglés de Masachunsen):

El público aplaude y se pone en pie -algo que no se hace habitualmente- para recibir como se debe a este maestro de la diversión. Suenan de fondo los compases de Singin' in the rain. Él lo agradece y se dispone a hablar:

(A Scrosese): Martin, soy yo quien debería haberte entregado este premio, créeme.
(Al público): Quiero dar las gracias a todos por este pequeño tipo, que para mí es titánico (era el año de Titanic). Esta noche, las palabras parecen poco adecuadas, y en los musicales, es cen este momento cuando cantamos una canción. Así que:

En el cielo / Estoy en el cielo / Y mi corazón late tanto que casi no puedo respirar / Creo haber encontrado la felicidad que buscaba / Cuando estamos juntos / Bailando mejilla con mejilla.

Sorpresa final

(Al público): Voy a contaros el secreto para ser un gran director. Para el guión coges a Larry Gelbart, Peter Stone, Frederick Raphael... ¡Alguien así! Si es un musical, para las canciones, coges a George e Ira Gershwin o Arthur Freed o Leonard Bernstein... ¡Alguien así! Para el reparto: Cary Grant, Audrey Hepburn, Fred Astaire, Gene Kelly, Sophia Loren, Richard Burton, Rex Harrison, Gregory Peck, Elizabeth Taylor, Gene Hackman ¡o Frank Sinatra!... ¡Alguien así! Y cuando comienza el rodaje, apareces y te quitas de en medio... ¡Pero tienes que aparecer! ¡Tienes que aparecer! Porque si no, no puedes conquistar a los críticos y no te dan uno de estos tipos. Muchísimas gracias.

No perdáis de vista las caras del personal durante el numerito musical. Esas sonrisas bobaliconas, esos rostros de ilusión y entusiasmo ante una sorpresa de ese tipo, es lo que hace grande al cine. Sobre todo a un tipo de cine, el de los buenos sentimientos y los momentos maravillosos. Ése que hoy escasea tanto.

No puedo insertar el video, pero podéis verlo pinchando aquí.

Salvemos la fantasía, la imaginación, la inocencia...

Estoy de acuerdo con cualquier movimiento que tenga por fin salvar algo, ya sean las ballenas, la capa de ozono, la ciudad perdida de Cecil B. DeMille o la cultura de los bares. Pero por encima de esas y otras cruzadas, hay una con la que estoy especialmente solidarizado: la lucha por salvar la fantasía.
Tal vez más de un lector cierre este blog con gesto retorcido tras leer algunas de mis reflexiones, pensando cosas del tipo "¡menudo carca reaccionario y coñazo!" Pues vale. Mejor suerte con su próxima elección. Digo esto, porque reconozco que puede sonar a comentario de abuelo Cebolleta si digo que me asombra y me entristece ver por la calle a niños y niñas -ojo, "niños y niñas", nada de preadolescentes ni otras chorradas de psicología snobista-, ver a chavales, decía, con doce, once o diez años comportándose como si tuviesen quince o dieciséis. Las niñas, maquilladas al detalle y luciendo unas faldas y unos escotes que, por obstinación de la Naturaleza, aún no tienen nada que resaltar. Y ellos, bueno, ellos más chulos y machotes que John Wayne un 4 de julio.

Será también, claro, que uno se empeñó en ser niño lo más que pudo. Aún hoy, con treinta años, mi padre todavía se lleva las manos a la cabeza cada vez que le cuento que me he comprado una figura de edición coleccionista de James Bond, la caja completa de la serie V o la réplica de un sable láser de La guerra de las galaxias (sí, ya, que uno es muy frikie). A mí me ponen en la tele El Equipo A o El gran héroe americano (gracias por esa camiseta molona a Ana, Noe y Pablo), y soy más feliz que una perdiz. Y ni que decir tiene que cuando llego a casa de algún familiar o amigos con niños pequeños, que anden con sus juguetes de rigor, me tiro lanzado a echar un rato con ellos. ¡Pero si paso por delante del Toys'r'Us y mi mujer me tiene que agarrar del brazo para que no entre! Y no es que vaya a comprar nada, pero me encanta dar una vuelta y ver la cantidad y variedad de cosas que hay.

Que nadie piense que esto es algún complejo de infancia infeliz o algo por el estilo. En absoluto. A mí, como diría el otro, no me faltó ni el perejil. Tuve la suerte de ser un niño bastante mimadete. No es que chasqueara los dedos y consiguiese cualquier cosa, pero sí es cierto que antes o después, acababa cayendo (uno, que siempre fue un seductor.y picodeoro...).

Yo era mucho de muñecos, desde los Clicks de Playmobil y los Airgambois a, sobre todo, los Geyperman, los Madelman y, más tarde, los G.I. Joe. Y de coches, aviones, naves espaciales y demás vehículos... baste decir que mi dormitorio parecía más bien el parque móvil municipal.
Pero por encima de todo, creo que lo que no olvidaré nunca son las mil y una películas que nos montábamos mi hermano y yo jugando juntos. Otras veces con mis vecinos, o los vecinos de casa de mi abuela, o mis primos (esas bandas del perro y el Gato). Hoy éramos policías y ladrones, mañana sheriffs y atracadores de bancos, al día siguiente pilotos de aviones,o aventureros o... Un sencillo banco de madera que nos hizo mi padre, a la sazón cofre de las maravillas en el que guardábamos todos los juguetes, servía igual de pescante de diligencia que de carlinga de avión o de asiento de coche de carreras. El resto, lo ponía nuestra imaginación.

Lo que me ha empujado a escribir este tema es un comentario que hizo ayer una compañera. Hablábamos de Indiana Jones y ella explicó que su hijo estaba loco con el tema, y apuntó: "Es que mi hijo es muy crío. Fíjate que se pasa el día jugando en casa con una cuerda como si fuese un látigo, y no deja de leer el tebeo y de ver la peli. Y venga a tararear la música dando saltos... Yo le he dicho que ya es mayorcito para eso". Intrigado, le pregunté la edad. "Ocho años". Y no lo pude evitar. Imitando el tono más teatral del insigne Fernán Gómez en El viaje a ninguna parte, desde mi sitio le espeté: "¡Pero qué haces, insensata! Déjalo que juegue y salte y haga de una tela su armadura hasta que él mismo lo deje, y ojalá que no sea nunca". La compañera se ría. Muy agradable y educada que es ella. La pobre, recién llegada, habrá pensado: "menudo elemento debe estar hecho éste".

Pues sí, señorita, así es. ¡Qué alegría, por Dios! Saber que aún hay niños ¡y de ocho años! que no necesitan más que su imaginación para divertirse, y que gozan de la suficiente para crear sus propias aventuras, sin ayuda de consolas ni libros de rol ni tableros ni otras guías (ojo, no estoy contra nada de esto; únicamente lo desdeño cuando monopolizan el entretenimiento). Ojalá al chaval esa imaginación y las ganas de disfrutar de ella le duren mucho. Aunque ya digo que me dejó boquiabierto que la propia madre pida a un niño de ocho años "que crezca", entendiendo por esto que deje de jugar como lo que es, un niño, y empiece a comportarse como lo que no es, como algunos de su pandilla que, según ella nos contó, ya están enredados en que si les gusta Pepito o qué bien le queda el pantalón a Juanita...

Desde aquí, un manifiesto, una propuesta, un ruego: no matemos la infancia, ni la ilusión, ni la imaginación. Tenga uno seis años o sesenta, no hay nada más hermoso y saludable que poder seguir haciendo uso de esa facultad mágica, de ilusionarse cuando te hacen un regalo o cuando lo entregas, de disfrutar con una película como cuando eras un chaval. ¿No conocéis a gente que asegura que no existen los Reyes Magos, ni Papa Noel, ni el Ratoncito Pérez? ¡Evidente! ¿A gente que piensa de esa manera cómo van a llevarles regalos...?

Creo, sinceramente, que este mundo sería un poquito menos malo, más agradable, si todos conservásemos esa cualidad, ese don, que no es más que la gracia de esa inocencia de los niños que a algunos, espero que cada vez a más gente, nos sigue acompañando por más que cumplamos años.

Si al hacernos mayores nos empeñamos en dejar atrás la chispa infantil, ese toque de ilusión, el mundo, amigos, puede convertirse en un lugar mucho menos agradable:

Nostalgia de El Dorado

Un caballero alegre y audaz
de día y de noche cabalgando va.
Y canta su canción mientras sigo osado
a la busca de El Dorado.
Montes de luna cruzado,
bajando a valles de sombra,
y siempre cabalgando.

Sin fuerzas, exhausto
ya pierde su fe.
Pero de repente, una sombra ve.
"¡Sombra!", grita airado
"Dime donde se halla
la tierra llamado El Dorado”.

Un joven James Caan recitaba este poema de Edgar Allan Poe en el El Dorado, película dirigida por Howard Hawks en 1967 y que probablemente haya visto (pensando: 30 años - 5 = 25; Unas 5 veces al año como poco = 25+ 5 =...) entre cien y ciento treinta veces en mi vida. Es, con diferencia, mi película favorita.

La película, desde luego, es buena por sí sola. Oye, que John Wayne y Robert Mitchum mano a mano no es moco de pavo (así era la publicidad: "los dos grandes en la más grande"); mucho humor, peleas, intriga, secundarios memorables, un director con un equipo de lujo... Pero es que, además, la tengo ligada de manera indeleble a mi memoria sentimental.

A mi abuelo le encantaba, no nos cansábamos de verla. Siempre nos reíamos en los mismos momentos, una y otra vez, y disfrutábamos con las mismas persecuciones. Teníamos el VHS hecho polvo... Hay películas, como canciones o libros, que se le quedan a uno enganchados bien adentro, y El
Dorado es sin duda la que más se me ha agarrado a las tripas.

¿Que a cuento de qué este arrebato melancólico? Pues no sé. Por alguna razón me he acordado de ese poema, y me ha hecho pensar en la película. De algún modo, cada cierto tiempo, no puedo evitar dejar volar mi mente con el vano deseo de encontrar el camino de regreso a El Dorado, a esos años en los que soñar era más fácil y agradable, porque cada sueño parecía que podría cumplirse, aunque fuese sin salir de la habitación; tal vez sigo albergando el deseo de volver a cabalgar junto a Wayne y Mitchum, allá donde se encuentren ahora. Allá donde, seguro, mi abuelo ya se habrá empeñado en invitarles a un par de rondas de Cruzcampo bien helada.

Ahí va ese trailer, para quien lo quiera ver.



John Wayne todavía vive

No he podido evitarlo. Dando vueltas por la web he topado con esta viñeta y me ha encantado. Se titula "John Wayne todavía vive", y ahí tenéis a ese pequeñajo, cartuchera y sombrero en ristre, con el caballo de juguete a un lado, mirándose en el espejo tal y como él se ve en ese momento.

La cara del chiquillo no se ve, pero puedo aseguraros que el dibujante debió conocerme veinticinco años atrás, porque me sacado clavado...

¡Qué recuerdos, my God!

Un achaque de nostalgia


Hoy me he reencontrado con el pasado. Andaba sentado al ordenador mirando cosas, haciendo planes, lamentando oportunidades pasadas, y me ha dado por pinchar –que así se decía cuando eran los vinilos los reyes de cualquier discoteca personal- un viejo disco. De pronto, algo me ha agarrado por dentro y me ha obligado a echar la vista atrás diez, doce años, tal vez quince. A esa adolescencia en la que, para mí, el cine era el único mundo en el que vivir podía ser algo bello. Es verdad, no me embarga la nostalgia, yo veía la vida en Cinemascope, una veces en glorioso blanco y negro, y otras en ese Technicolor que te daba ganas de agarra las maletas y tirar para las plantaciones sureñas por las que, seguro, acabaríamos encontrándonos con Paul Newman y Liz Taylor, siempre según una historia de Tennessee Williams.

El cine nunca ha dejado de ser una de mis grandes pasiones, pero parecía que ya no era igual. Por circunstancias varias, acabé encaminando mis pasos hacia la música, siempre con la literatura como telón de fondo, y siempre, no puedo evitarlo, con una profunda educación cinematográfica marcando cada golpe en el teclado. Los libros que leo, lo que veo, lo que escucho… todo parece muy diferente. Cine clásico sí, pero dosificado, entre mucho autor moderno, mucha comedia, mucho drama y mucha puñeta para estar a la última. Y está bien. Pero a veces, algo te empuja a eso, a mirar atrás. A las tardes de domingo en los cineclubs como mi buen amigo Pablo, al que algún día tendré que llamar de nuevo, a las librerías de viejo buscando ediciones raras de Hemingway, los originales de Ian Fleming y aquellos libros de relatos de Garci, a saberme de memoria los diálogos de Casablanca y Río Rojo, y a soñar con que, algún día, podría enamorarme discutiendo con una fogosa pelirroja como Maureen O’Hara (esto último sí me ocurrió, doce años atrás, y aún lo disfruto cada día; y ha sido una de las cosas maravillosas que aún me siguen ayudando a creer que la vida y el cine pueden generar un combinado maravilloso; una de esas cosas maravillosas, mi Marta O’Hara, por las que vale la pena vivir).

Hubo un tiempo en el que yo no podía evitar reír con Billy Wilder, en el que necesitaba emocionarme con John Houston; en el que, de vez en cuando, no tenía más remedio que volver a John Ford para llorar un poco. Hace poco pensaba que ese tiempo había pasado para no volver nunca más. Pero hoy, escuchando esta banda sonora (no diré cuál, algo de misterio hay que dejar) he vuelto a recuperar las madrugadas de sesión doble, y hasta triple, que me montaba en verano, después de escuchar a don Carlos (Pumares, que sigo sin creer que pueda ser el que acabó pervertido en Crónicas Marcianas), y las noches de lunes en las que revolucionaba a la familia para poder ver la presentación inicial de ¡Qué grande es el cine!, porque si no, con los anuncios, la película y el coloquio final no entraban en el vhs de tres horas.

Hoy he vuelto a recuperar eso y mucho más, saboreando un Southern Comfort herlado, como seguro le hubiese encantado a Humprey Bogart (Dios mío, ¡cuánto hace que no me depuro por dentro viendo por enésima vez Casblanca). Ojalá hubiese ocurrido mientras devoraba una rebanada de pan con Nocilla, lo que me hubiese transportado a aquellas tardes de sábado con mis abuelos, unos y otros, disfrutando con los westerns de John Wayne y James Stewart, las películas inglesas de espías o las comedias de los Hermanos Marx.

Pero uno crece, y se hace mayor, y cambia; eso dicen. Y ya la Nocilla no es buena, y fumar es malo, y beber, nefasto, y comer, perjudicial, y amar, un riesgo, y viajar, tentar la suerte, y vivir… ¡Viva el siglo XXI! Las dichosas facturas, las obligaciones, las imposiciones del mercado si uno quiere conseguir algo en esto de escribir… Pero al final te das cuenta, creo, de que eres tú mismo el que acabas olvidando lo que fuiste o lo que querías ser, en el mismo camino para poder alcanzarlo. Y eso es una putada, sin perdón, se mire como se mire.

Suena un lacónico piano y yo termino de teclear esta filípica inconexa. Lo siento por los lectores y lloro por los ausentes. ¡Qué puñetas! Desdeño a los que van de intelectuales, de críticos iluminados y de sabelotodo artísticos que desdeñan la nostalgia en pos de un arte frío, tan falto de corazón como de pasado en el que asentarse. Hoy me he reencontrado conmigo mismo media vida atrás, y es algo que sienta fenomenal a pesar del terrible dolor.

Esta tarde iba a hacer muchas cosas pensando en un futuro que debo asegurar porque nunca se sabe. ¡A hacer puñetas! Voy a sentarme a ver una vieja película de esas que muchos jóvenes nunca podrán disfrutar porque algún hijo de la incultura se empeña en pensar que Velázquez y Cervantes son cultura pero Berlanga y Saura no. Así se aburra en el cine durante toda su vida.

Ethan Edwards cabalga hacia la puesta de sol, una vez más, y al sur de Guadalquivir empieza a atardecer, como quince años atrás.

Let’s go home, Debbie!